Algunas veces recuerdo que con mi madre a la salida del colegio me iba a comer champús en Magdalena. En esa época yo con ese uniforme color rata horroroso (que de seguro ha de haber sido creado por alguno de esos intelectualoides que piensan que son la crema y nata de la high life limeña), tenía movilidad, la cual era conducida por un señor ya mayor y que tenía los asientos mas cómodos que de cualquier carro al que me haya subido.
La cuestión es que algunos días mi madre iba a recogerme al colegio Claretiano que en esa época pues quedaba en Magdalena, y nos íbamos a comer esos ricos champús que los vendían a tres cuadras de donde estudiaba. Pero algunos días como era de esperarse y en esta ciudad tan chica, mi madre se encontraba con alguien que conocía y empezaba aquellas conversaciones que no tenían cuando acabar.
Claro, yo ahí parado a pocos metros de las dos señoras que movían sus labios a una velocidad alucinante como queriendo competir cuales bólidos de Fórmula Uno en Monza o Brasilia, pero sin percatarse que un niño de apenas 6 años estaba observándolas impávido, con una mirada de incomprensión por aquellos seis malditos kilos de libros y demás útiles que, según dicen, me iban a permitir ser algo de grande.
Me había convertido en un fantasma para dos seres que se contaban los últimos chismes de la Lima reventada por bombas y paquetazos de un presidente que nunca debió vivir, se contaban las últimas acciones de seres que ni yo conocía pero a los cuales ni ganas me daban de conocerlos una vez terminaba de escuchar tremenda tertulia.
Pero claro, mi madre pues podía conversar horas, de horas y horas. La historia puede ser repetitiva para todos, por que si de algo estoy seguro es que esto le ha sucedido a todos los que alguna vez fuimos niños (o lo seguimos siendo)
Llegado el momento mas álgido de la cháchara, mi madre se empezaba a referir de mi personita y la otra señora de alguien a quien supuestamente conocí o quizás conozca. Lo peor era eso, el tener que soportar con una sonrisa casi hipócrita todas las descripciones acerca de cómo yo dormía, iba al baño, me bañaba, comía, jugaba, hacía mis tareas, iba al colegio, lloraba, etc., era en esos momentos en los que de verdad sentía que en realidad vivía con una espía en mi casa.
La otra señora mientras tanto escuchaba y al término de dicha acción, abría su boca para decir lo mismo de su hijo, e incluso por motivos de orgullo, pues un poco mas y quizás decía que su hijo era un genio que sabía trigonometría dimensional y numeración quántica, además de pilotear helicópteros y haber aprendido latín, alemán, quechua, inglés y rumano en tan solo seis años que era la edad de su primogénito.
Mi madre escuchaba y yo decía para dentro mío, quiero mi champús caliente; pero en esos momentos mi progenitora solo atinaba a poner una sonrisa entre hipócrita y de burla, y movía sus labios para decir “ah que bien”, y se limitaba a cortar la conversación diciendo:
- “Ya ves Francisco, te matricularé para que aprendas algo, mas bien nos tenemos que ir cualquier día voy con mi hijo a tu casa para que jueguen juntos”.
Yo aliviado por esas sabias palabras y ya con una hernia en la espalda y la baba que se me salía imaginando el champús entrando a mi estómago, pues jalaba a mi mamá.
Ellas se despedían y pues como era lógico, nunca iba a ir a jugar a la casa de mi amigo, jamás iba a cruzar palabra con la otra señora a no ser que sea por teléfono y nos dirigíamos a comer el champús caliente en aquella dulcería de Magdalena.
Pero claro, ahora que recuerdo eso y veo que otros niños les hacen lo mismo, pues me pregunto ¿le haré esperar con su mochila de seis kilos a mi hijo mientras saco las garras por él para demostrar que es superior a otro? Creo que ya saben mi respuesta si toman en cuenta que sigo siendo un niño por dentro.